Lazarillo de Tormes
Sé que hay poco sitio estos días para hablar o escribir de algo que no tenga que ver con las elecciones del 10N. ¿Hay vida en las afueras de esas elecciones? Seguramente no, si atendemos a lo que a todas horas se cuenta en los medios de comunicación. Y después de ese domingo seguiremos asistiendo al mismo paisaje. Es como si vivir se hubiera convertido en una permanente campaña electoral. El tiempo que vivimos no es tiempo, sino su cabezona, inmisericorde repetición. Lo que nos pasa ya nos pasó antes. Ya saben aquello de Faulkner en Réquiem por una monja: «El pasado no muere, ni siquiera ha pasado». Y en eso estamos, como si se nos hubiera escacharrado el reloj y la esfera señalara siempre la misma hora. O como si las manecillas de ese reloj fueran al revés, como en el British Bar de Lisboa. Buscar, por lo tanto, un espacio periodístico que no tenga que ver directamente con la cita electoral del próximo domingo, es aventurarte a que nadie repare en lo que escribes. Pero el riesgo siempre vale la pena. Y si, además, lo que escribes tiene que ver con un tipo que se llamaba hace muchos años –y aún se llama– Rodolfo Martín Villa, correr ese riesgo está más que justificado.
Aunque parezca que sí, ese nombre no es pasado sino presente a tope. Ya anda cerca de los noventa años, y desde jovencito anduvo en la militancia franquista hasta las cachas. Jefe estudiantil en el SEU, en el sindicalismo vertical, ministro de Relaciones Sindicales en el gobierno de Carlos Arias Navarro, recién muerto el dictador, y luego de Gobernación (llamado más tarde de Interior) en ese posfranquismo tan sobrevalorado que fue la UCD de Adolfo Suárez (hoy encumbrado al puesto de casi fundador de la democracia), diputado del PP y sentado a todo lo ancho en los consejos de administración de no sé cuántas empresas públicas, semipúblicas y privadas… O sea: ¡menuda vida se ha pegado y se sigue pegando el tío, menuda vida!
¿Y qué pinta aquí, en lo que estoy contando, Rodolfo Martín Villa?
Muy sencillo: en esos momentos, era el ministro del Interior en el Gobierno de Adolfo Suárez. Responsable, por tanto, de las fuerzas de seguridad y de sus actuaciones. Pero hay más en su currículum: el 3 de marzo de 1976 se celebraba un encierro en una iglesia de Vitoria. Días de huelga en la ciudad. ¡Ay, aquella Transición tranquila que dice mucha gente! La Policía se apostó delante de la iglesia y en el desalojo fue disparando con toda la frialdad del mundo. Resultado: más de ciento cincuenta heridos y cinco muertos. Pedro María Martínez Ocio, Francisco Aznar Clemente, Romualdo Barroso Chaparro, José Castillo García y Bienvenido Pereda Moral. El ministro de la Gobernación era Manuel Fraga Iribarne y el de Relaciones Sindicales –encargado de negociar los asuntos relacionados con aquella huelga– no era otro que el siempre presente en todos los guisos Martín Villa.
Y aún hay más: ¿quién era ministro de la Gobernación cuando los asesinatos de abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid el 24 de enero de 1977? No se equivocan, seguro que no se equivocan: sí, era Rodolfo Martín Villa. Seguramente hay muchas más ocasiones en las que la sombra de ese personaje anduvo volando sobre los acontecimientos terribles que jalonaron con demasiada frecuencia la historia de la Transición a la democracia. Por eso la querella argentina que, a través de la jueza María Servini, intenta sentar en el banquillo los crímenes franquistas y a sus principales responsables insiste repetidamente en que Martín Villa ocupe el lugar que le corresponde en eso que se llama pomposamente justicia universal, una justicia que está encontrando todo tipo de dificultades en nuestro país para seguir adelante con sus intenciones de juzgar a la dictadura franquista.
Han pasado 41 años desde que a Germán Rodríguez le pegó la policía, en Pamplona, un tiro en la cabeza. Hubo en aquellos años muchos nombres como el suyo tendidos en las calles de un tiempo histórico que no acabamos de cruzar del todo. La historia y la memoria exigen lo que tantas veces repetimos en los últimos tiempos: verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición. Por eso gente como Martín Villa y otros como él han de salir de esa impunidad que humilla, como una burla cruel, a tantas de las víctimas que cayeron durante sus mandatos. Ya no está Franco en su tumba faraónica de Cuelgamuros. Pero su sombra, esa vergüenza de sombra permanente, sigue oscureciendo, con tintes de odio y ruindad, nuestra tan a veces demasiado temerosa democracia.