FRONTERAS
El amor en tiempos de Schengen
A mí también me aburría soberanamente la jerga legal, hasta que me enteré de que he nacido y vivo en territorio Schengen.
PAULA LLAVES PUBLICADO 2018-06-06 12:13:00
El taxista que desayuna a mi lado comenta, buscando mi complicidad, algo acerca de los pisos y manutenciones con los que, supuestamente, España agasaja a los extranjeros. Debería responderle pero estoy cansada, son las 5.45h de la madrugada y vengo de despedirle otra vez en el aeropuerto.
Me invade un luto inefable, una petrificación de desconsuelo. Nos habíamos abrazado intentando, sin éxito, mantener la compostura. No le he dicho nada, pero llevo unos días preocupada por una resolución del Tribunal de Justicia Europeo con respecto a Bélgica. Qué cosas… A mi también me aburría soberanamente la jerga legal, hasta que me enteré de que he nacido y vivo en territorio Schengen.
Últimamente he aprendido a entender qué significan determinadas cosas. Por ejemplo, el artículo 1 del Reglamento (CE) nº810/2009 del Parlamento Europeo, que dice que los visados uniformes Schengen se expedirán “no superiores a 90 días por periodos de 180 días”, se traduce en un cálculo que me asaltaba insidioso y circulante: “90 días naturales. 13 semanas. Tres meses. Una estación del año. 180 días, 27 semanas, seis meses, dos estaciones del año…”.
Habíamos conseguido que se fuera sin que le echaran. Quien no se consuela es porque no quiere
No es barato salir de Europa. Hay que ajustarse a los vuelos disponibles. A veces me despertaba en mitad de la noche pensando que me había equivocado. Un día más, un solo día más implica situación ilegal. La legislación no usa la palabra irregular. Usa ilegal. Ningún ser humano es ilegal, pero la legislación no habla de seres humanos. Habla de personas físicas o jurídicas. Me hago los cálculos. Uso los dedos. Días naturales. Febrero. Pienso en febrero. Situación ilegal significa susceptible de expulsión. Expulsión significa denegación de entrada durante los siguientes tres años consecutivos. Pero ahora volvía del aeropuerto y respiraba tranquila porque lo habíamos conseguido. Habíamos conseguido que se fuera sin que le echaran. Quien no se consuela es porque no quiere.
Hablamos de dinero. Todos los días hablamos de dinero. Qué feo es hablar de dinero. “Para su sostenimiento, durante su estancia en España, la cantidad a acreditar deberá alcanzar una cantidad que represente en euros el 10% del salario mínimo interprofesional bruto o su equivalente legal en moneda extranjera multiplicada por el número de días que pretendan permanecer en España”. Eso significa que la cantidad mínima a acreditar es de 73,59 euros por persona y día. Yo ni gasto ni gano 73 euros al día. Resulta que la normalidad para mi país no se parece en nada a la normalidad para mis paisanos.
—Tenemos suerte —le digo—, tenemos familias relativamente estables.
—Tenemos suerte, tienes un oficio —no le digo—. Tenemos suerte, tienes un pasaporte que avala tu existencia.
El otro día pasamos por delante de un grupo de vendedores ambulantes africanos.
—Son superhéroes —me dice.
—Sin duda —respondo.
También ha de presentar un seguro médico privado y un billete de vuelta con la fecha cerrada. Omitimos la palabra CIE. Tramitamos todos los documentos al lado de un CIE. Hacemos cola a la puerta del CIE y evitamos mirar los muros para esquivar la amenaza.
Es la segunda vez que no podemos hacer el visado de estudios. La primera fue por los tiempos burocráticos de preinscripciones, matriculaciones y autorizaciones. 90 días, 180 días. Para mantener un visado de estudios es necesario aprobar todas las asignaturas. La universidad española y en general todas las enseñanzas oficiales que autorizan la residencia son presenciales. Perder tres meses de clases implica suspender un trimestre, suspender un trimestre significa la anulación de la residencia.
—Deberías haber salido de Europa en esos tres meses intermedios.
—¿De toda Europa?
—De toda Europa.
La carta de ingreso llegó tres días mas tarde de que se fuera. Pedimos una prorroga de visado pero no fuimos lo suficientemente convincentes. Necesitábamos un tsunami, un terremoto, un conflicto bélico lo suficientemente acreditable. O un ingreso hospitalario, o un embarazo demostrable. Ninguna desgracia aconteció lo suficientemente aceptable.
—Tenemos suerte —le digo—. Nos separamos sin rencores, sin que la sombra de la duda atraviese la línea de tus cejas, sin que la desconfianza se haya posado en mis labios —le digo—. No nos separa la vida. Nos separa el Estado.
Miré el listado de profesiones demandadas, pero es tarde para hacerse deportista y es difícil formarse para maquinista de barco. Mi salario es demasiado bajo para contratar a otra persona. Volvimos a la idea original. Esta vez un fallo administrativo en Correos dejó caducar una documentación. Qué tontería, un papel impreso. 11 euros. La voz condescendiente del burócrata que me instaba a la calma y me aseguraba que nadie tenía la culpa, que esas cosas pasan, que podría reclamar y obtener 50 euros.
No sabía que era tan pobre hasta que mi país me dijo que era demasiado miserable como para merecer que me quisieran. Qué le vamos a hacer…
Y nosotros, abocados al anarquismo anticlerical por obra y gracia de Dios y de las instituciones religiosas en las que habíamos crecido, que nos amábamos de una forma tan bonita y tan ácrata, fuimos aconsejados por amigos, también ácratas, a informar al Estado español de nuestro compromiso. Lo menos malo sería, pienso ingenua, ser pareja de hecho. Pero el BOE me saca de mi error: la Comunidad de Madrid exige un año de convivencia ininterrumpida sin que él pase nunca a ser ilegal. 90 días. 180 días. La funcionaria sonríe:
— Bueno, siempre puedes irte tú con él.
La miro a la cara.
—No todos podemos dejar de trabajar cada tres meses o llevarnos el trabajo con nosotros.
—Hay quien sí. Ese es tu problema.
No pasa nada. Podemos casarnos. No es que queramos pero podemos casarnos. Podemos aceptar ese proceso humillante en el cual un desconocido asignado al azar irrumpa en nuestra intimidad, evalúe nuestros afectos, diseccione nuestra privacidad y cuantifique si nos queremos dentro de los parámetros estandarizados de lo razonable. Podemos casarnos. No es que queramos, pero podemos casarnos. Aunque no basta. El ciudadano de la Unión Europea (esto es, yo) ha de hacer una “declaración responsable de que posee recursos suficientes para sí y para los miembros de su familia, para su periodo de residencia en España”. Yo no gano 1.326 euros. No sé si puedo ganar 1.326 euros. No sabía que era tan pobre hasta que mi país me dijo que era demasiado miserable como para merecer que me quisieran. Qué le vamos a hacer…
Tenemos suerte, 90 días. No hubo orden de expulsión. Me preocupaba la resolución del Tribunal de Justicia Europeo con respecto a las demandas de residencia de personas de una serie de nacionalidades extracomunitarias: “Destaca que, a diferencia de los menores de edad, los adultos están en principio en condiciones de llevar una existencia independiente de sus familiares. Por lo tanto, en el caso de los adultos, únicamente cabe contemplar la existencia de un derecho de residencia derivado en los casos excepcionales en los que, habida cuenta del conjunto de circunstancias relevantes, el interesado no pueda en modo alguno estar separado del familiar del que depende”.
Esto significa No.
Son las 6.05h bajo la luz macilenta del único bar abierto, y yo sigo, contando con los dedos, pensando en opositar, si lo haré en plazo, si puedo ganar lo suficiente para que un desconocido apruebe su ternura mitológica, su honestidad canina, su habilidad para reconciliarme con la humanidad entera y considere que es lo suficientemente razonable como para autorizarnos a ocupar el mismo continente, a nosotros, que tan fácilmente ocupamos el mismo sofá, la misma risa. Pienso 180 días, 27 semanas, seis meses, dos estaciones del año. Pienso en cómo estará. En si podré ir a verle. En todas esas cosas que querría contarle al llegar a casa, en el verano que no vamos a pasar juntos. El taxista repite, por si no le he oído:
—Lo que no puede ser es que vengan los extranjeros aquí ilegales y les den todo.
Pongo dos euros en el plato, sin mirarle. Insiste. Grita:
—¿Qué? ¿Te da igual? ¡Así va España!
Me giro en el umbral de la puerta, le miro a los ojos. Debería responderle pero estoy cansada.